Un Gobierno Mundial
Por Héctor Casanueva
La propuesta de un gobierno mundial adquiere nuevamente pleno sentido, en estos momentos de amenazas a la paz y seguridad globales desatadas por la guerra de Rusia contra Ucrania que ha terminado por hacer saltar los equilibrios geopolíticos y abierto una etapa de incertidumbre y reordenamiento no sólo en Europa sino en todo el mundo. Esta agresión a las puertas de la Europa Comunitaria a la que Gorbachov quiso sumarse con su proyecto de la “Casa Común Europea”, que Putin ha dinamitado, acelera la percepción de agotamiento del diseño del orden internacional creado al final de la II Guerra Mundial y de los acomodos geopolíticos y geoeconómicos posteriores a la Guerra Fría. La idea en torno a un gobierno mundial fue atención preferente de muchos pensadores, políticos e intelectuales, como Einstein, Churchill, Gandhi, Jacques Maritain, que advirtieron tempranamente que la configuración que se acordó en su momento para la ONU no sería capaz de asegurar una gobernabilidad global, preservar la paz y promover el desarrollo.
Una arquitectura insuficiente
Hay ejemplos concretos que revelan la impotencia de la ONU para impedir la guerra, restablecer la paz en Afganistán y Siria y los conflictos latentes en África, Oriente Medio, en Asia, en Europa Oriental. Intentos de concertación política global, como el G-7 o el G-20 tampoco logran generar un suficiente y estable entorno de cooperación ni alcanzan su pretensión de regir el mundo desde estas cúpulas.
No podemos negar, en todo caso, que el sistema multilateral desde el fin de la II Guerra Mundial, ha hecho grandes avances en todos los campos, pero los resquicios que deja su propia estructura son un factor negativo que mantiene un estado de precariedad en la convivencia global, y en consecuencia de una incertidumbre permanente, como se ve en estos días. Pero son evidentes las grandes dificultades de la institucionalidad política, económica, cultural, comercial, para hacerse cargo de las actuales amenazas existenciales de la humanidad, como el cambio climático, la pandemia COVID 19, la creciente exclusión económico-social. Lo mismo podemos decir de la institucionalidad financiera de Bretton Woods. También el estancamiento de las negociaciones de la OMC para liberalizar el comercio, cumplir los Acuerdos de Doha y mantener la gobernanza del sistema multilateral de comercio en sus pilares centrales. La paradoja del progreso iniciado con la revolución industrial y reafirmado con la revolución digital –que se suponían iban a resolver todos los problemas – es que la gran capacidad de producir bienes y servicios a que se ha llegado -cuyo potencial supera incluso la demanda hipotética futura de toda la población mundial- trae consigo de manera necesaria, si no se corrige, equilibra y regula globalmente, una acumulación en un sector de países y de grupos dentro de los países, y una progresiva marginalidad de los demás, lo que es una fuente de inestabilidad y precariedad, que amenazan la paz, el desarrollo, el medioambiente y toda convivencia.
La raíz conceptual e institucional del problema
¿Cómo se explica este fenómeno, y por qué no es posible superarlo? Lo primero es tener claro que el sistema internacional es sólo el reflejo de lo que los Estados están dispuestos a aceptar que sea. Y ello se mantiene así porque hay, siguiendo la reflexión de Maritain, un problema de concepción básica de lo que es una “comunidad internacional”.
Motivado por el drama de las dos grandes guerras que la comunidad de naciones no pudo impedir, el filósofo del “Humanismo Integral” puso atención preferente a esta cuestión, procurando clarificar conceptual y políticamente las razones del por qué un sistema como la ONU era insuficiente y era necesario entonces avanzar desde ese modelo de asociación de Estados, hacia otro de gobierno de la sociedad política mundial. Setenta años después de escrita su obra “El hombre y el Estado”, tienen plena vigencia el análisis y sus propuestas hechas desde su posición filosófica conciliadora de cristianismo y democracia, llevada al plano global. Recordemos que fue un activo defensor de una “fraternidad universal”, idea que reflejó siendo uno de los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, preparando la introducción del Informe de la UNESCO a la Comisión de la ONU para la preparación de este texto, que justamente calificó como “un gran progreso para la unificación mundial”, inclusive reconociendo que su aprobación se basaba más en un acuerdo práctico que teórico, cuya finalidad era proteger los derechos humanos. Ese mismo pragmatismo, podríamos decir “humanista”, es el que lleva al filósofo a plantear la necesidad de un gobierno mundial. Las causas profundas que dan origen a las crisis siguen y seguirán presentes, porque forman parte de la propia naturaleza humana. El problema es que no se ha encontrado la forma de articular las asimetrías y las inequidades en un proyecto común universal que las supere en plazos humanamente razonables. Para el filósofo, la cuestión esencial está en que se ha extrapolado a nivel internacional la idea de la soberanía de los Estados como si éstos, en lugar de ser una construcción jurídica, fueran “personas”, dotados como ellas de derechos naturales anteriores a cualquier estructura. Por lo tanto, si el sistema internacional se sostiene sobre la idea de una agrupación de Estados soberanos, cada uno de los cuales pretende tener derechos inalienables, que colisionan necesariamente con los de los demás Estados, no hay posibilidad de llegar a una convivencia equilibrada, que garantice los derechos de todas las personas, si no existe un poder superior mundial que custodie el bien común global. Porque en el actual esquema, cuando las soluciones no son del gusto de uno de los Estados, éste -que se siente con derechos naturales equivalentes a una persona, y por lo tanto irrenunciables e intrínsecos – no las acata porque lesiona su propia existencia.
De ahí la hegemonía de hecho -y en el caso de la ONU, incluso de derecho, de determinados Estados por sobre otros. El cumplimiento de toda norma o acuerdo internacional queda finalmente entregado a la sola voluntad de los Estados. En la convivencia societaria las personas -sujetos de derechos naturales- junto con construir una cultura cívica que autolimita el ejercicio absoluto de sus derechos, se someten a una organización común –el Estado- que dirime los conflictos, a la que se le entrega el poder monopólico de la fuerza para hacer cumplir lo dirimido. Y está en la base de ese contrato social el que nadie puede estar por sobre la ley, para dar entonces garantía de equidad. Esto se cumple en las sociedades democráticas, aunque hay espacios aún para profundizarlo en algunos casos. Siguiendo a Maritain, la cuestión está en que, como hemos creado un sistema internacional basado en el relacionamiento de Estados -que son cada uno a estos efectos la representación jurídica de su sociedad frente a otros Estados, pero no son la sociedad misma. Por lo tanto no pueden dar cuenta de la diversidad de ella, pero actúan como si fueran una sola persona, unívoca, y arrogándose una soberanía individual única como tal, se colocan en una posición irreductible y a la vez apelan al principio de la soberanía absoluta de la que ni siquiera las personas gozan, pues estas redimen parte de su libertad absoluta en función de un bien común, ya sea por propia voluntad o por una coacción cultural y jurídica, la que sin embargo los Estados no están dispuestos a ceder. De tal modo que las cuestiones centrales de la convivencia mundial -la paz y el desarrollo- no son posibles de alcanzar en la medida que dependen de decisiones entre Estados con intereses contrapuestos o al menos divergentes, que cuando se ven en la obligación de ceder esa soberanía absoluta, reaccionan en contra de los parámetros del sistema, o acomodan éste a dicha eventualidad para no tener que hacerlo. Caso más emblemático es la composición y facultades del Consejo de Seguridad de la ONU.
Según Maritain -y en esto me parece que ilumina conceptualmente el problema- hay que distinguir entre una teoría “meramente gubernamental” de la organización mundial, y una teoría de la “plenitud política del cuerpo político mundial”. En este sentido, de lo que se trata es de que, si entendemos por una organización o gobierno mundial un ente que es producto de una analogía del Estado respecto de los individuos, extrapolada a la de un super-Estado sobre los Estados nacionales –teoría meramente gubernamental- no sólo no tiene viabilidad por lo antes expuesto, sino que estaríamos generando las condiciones para un superimperio asentado en la fuerza y la hegemonía de los Estados poderosos que terminan por imponerse. Por el contrario, basados en la teoría de la “plenitud política del cuerpo político mundial”, es decir, radicando como es debido la soberanía en el pueblo, en la sociedad política, podríamos avanzar hacia la construcción de una “sociedad política mundial” o “sociedad política internacional organizada”. En ella, el relacionamiento es transnacional entre las personas, sujetos políticos, cuyas realidades, vivencias y aspiraciones se encuentran en el hecho natural de ser miembros de la humanidad. Por ello mismo, la lógica para construir un gobierno mundial sería la misma que en una fase de la evolución llevó a la construcción de los gobiernos locales o nacionales: la agrupación natural de personas próximas y con realidades comunes, que se dan una organización determinada que se expresa jurídicamente.
Un gobierno mundial como ideal histórico concreto
Dice Maritain, en “El hombre y el Estado”, que este tema, tomado en su integridad, “no se refiere simplemente a la constitución de una Autoridad Mundial. Se refiere a la instauración de una sociedad política mundial”. Demasiado audaz, no cabe duda, no sólo para los años cuarenta cuando estos planteamientos fueron formulados por el filósofo, sino incluso para este inquietante siglo XXI. Pero la evidencia muestra que el camino que hemos seguido, si bien puede haber sido el único posible, no ha sido suficiente y menos ahora para un mundo hipercomunicado y con creciente conciencia ciudadana. Así lo revelan los movimientos transnacionales de las ONG y tantos grupos contestatarios de esta globalización de escaso protagonismo del pueblo, y que trascienden los límites de los Estados, aupados en las nuevas tecnologías, las redes sociales, el Metaverso, y toda la comunicación etérea que permite Internet. Lo estamos viendo con la reacción ciudadana y las movilizaciones en torno a los derechos de las mujeres, el medio ambiente y, en estos momentos, en contra de la guerra de Rusia con Ucrania.
Si la actual arquitectura internacional carece no sólo de la capacidad para una gobernanza anticipatoria mundial, sino que su propia configuración contiene las barreras que la hacen imposible, crear una forma superior de organización política mundial, como garantía de la paz, la libertad y el desarrollo, debería ser asumido como una forma de organización de la humanidad para asegurar su misma existencia. Las constantes apelaciones del Secretario General de la ONU a tomar conciencia de que “estamos cavando nuestra propia tumba” si no adoptamos una agenda común como la que propuso a la Asamblea General hace unos meses, y su idea planteada hace un par de años de que un gobierno mundial sería la solución de crisis como la pandemia, son una muestra de la impotencia del sistema para hacerse cargo de nuestro futuro común. ¿Por qué sería rechazable, desde la racionalidad política más elemental, un planteamiento como el de un gobierno mundial? Sólo lo es desde la lógica de poder vigente, pero si volvemos a las raíces humanas de la organización social y a rescatar los conceptos de la persona humana, del comunitarismo, de una comunidad de comunidades, es perfectamente imaginable –en un futuro, aunque sea lejanísimo- la posibilidad de una sociedad política mundial, que se dé un gobierno democrático en un estado de derecho mundial. No tiene que ser una utopía –por esencia irrealizable- sino un ideal histórico concreto por el que trabajar. Por cierto, se requiere mucha voluntad política, y una conjunción de líderes con una gran capacidad prospectiva y estratégica para avanzar en esa dirección.
Por Héctor Casanueva Profesor-investigador del IELAT. Universidad de Alcalá/España